miércoles, 30 de abril de 2014

Té para dos


PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 29 DE ABRIL DE 2014

Desayuno con mi cuñada M. J. en un bar de barrio. Es uno de esos bares de los que sales con un tratamiento capilar al aceite de fritanga de boquerones que ríete tú de Llongueras. Ella, que a pesar de ser más fina que el coral no se deja intimidar por los olores grasientos, me dice que le pida un té verde. Me desorino: “¿Dónde te crees que estás? ¿En La Mamounia?”. Pues tienen té verde. Me la envaino.

Si a los bares de barrio ha llegado el té verde, es que se están perdiendo los valores. Adiós, cortado de natural; hola, infusiones variadas: brebajes drenantes para hacer aguas mayores y menores; tisanas para relajarte, para despertarte, para cuidar tu piel; tés de colorines y bebedizos con sabores mediterráneos, indios, tropicales, con aromas de canela, de vainilla, de menta, de hierbabuena, de romero. Lo que sea para depurar el cuerpo y, sobre todo, la conciencia: te cascas un trozo de tocino con ajos tiernos, una de michirones, otra de chuleticas de cabrito al ajo cabañil, cinco quintos y un pan de calatrava de postre, y rematas la bacanal con una tisana de poleo menta. Y ya te quedas tranquilo. Pero es mentira: no existe infusión alguna que nos redima de nuestra glotonería, de nuestro descontrol, de nuestras tontunas, que nos desintoxique de los excesos pantagruélicos o verbales, que perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna. Ni siquiera funcionan los batidos detox que beben las celebrities, que van con el bolso de Prada en una mano y el zumo verde en la otra: lechuga, brócoli, acelgas, espinacas y apio. Como pegarle un bocao a un trozo de césped. No, para purificarnos por dentro y quitarnos el lelismo que arrastramos necesitaríamos una infusión hecha a base de extractos de los cerebros de Judit Polgár y Andrew Wiles, pero aquí las hacemos con el sudor de los tronistas de “Hombres, Mujeres y Viceversa”, y así nos va.

Desestimada, pues, la desintoxicación por vía oral, sólo nos queda probarla por vía rectal, que miren que bien le funcionó a Cela: absorbes litro y medio de agua tibia por el ano y te sale “La colmena”. Y si le echas café a la lavativa, como recomienda Txumari Alfaro, ni les cuento. El próximo día lo pido en el bar: una irrigación de descafeinado con un chorrico de leche templada. A ver qué cara pone el tío. 



miércoles, 23 de abril de 2014

Crónicas de un pueblo

PUBLICADO EN LA VERDAD EL MARTES 23 DE ABRIL DE 2014

Vacaciones. Dejo atrás la Semana Santa de mi ciudad, los barullos, las procesiones, y me voy pa’l pueblo, que hoy es mi día, que voy a alegrar toda el alma mía. Pobre ilusa. Un poco más y el alma, en vez de alegrarse, se queda vagando eternamente por el valle del Cabriel: cuatro días sin cobertura, cuatro. Sin un maldito tuit que echarte al ojo, sin un solo whatsapp que te reviente la siesta. Al borde del parraque digital.

¿Y qué haces en un pueblo sin conexión cuando ya has recorrido sus calles, visto su iglesia, subido a su castillo y visitado su bar? Irte de aventura. A hacer rafting. Sin anestesia. Y encontrarte con un monitor poseído por un locutor de los 40 Principales puesto de Katovit, y “¡Vamos, familia!”, y “¡Venga, familia!”, y “¡Ánimo, familia!”, y sí, me acuerdo de la familia, pero de la suya, que he estado a punto de ahogarme con el cuerpo embutido en neopreno. Qué estampa. Sobrevivo malamente al intento de raftingnicidio para emprender lo que el monitor enkatovitado llama “¡un pequeño paseo, familia!”, algo que, traducido al lenguaje urbanita, quiere decir “Cómo perder la poca dignidad que te queda arrastrando el culo por el cañón del río Cabriel”. Sube montaña, baja montaña, despéñate por la montaña. Que estás muy ágil para la edad que tienes, me dice el cachondo. Aquí te querría ver yo a ti, Jesús Calleja: al menos tus sherpas están callados.

Así que una, exhausta, reventá y ahíta de río y de senderos impracticables, llega al pueblo esperando un poco de paz y tranquilidad, que algo bueno tiene que tener el campo, y la recibe un megamix de Manolo Escobar por megafonía para anunciar que se ha perdido un móvil. Muy bien traído, desde luego, que por algo a Manolo se le perdió el carro; deduzco que cuando comience la época de la siembra sonará “El tractor amarillo”. La selección musical es muy de María Teresa Campos convertida en DJ Rural. Al fin terminan los pasodobles. Silencio. Atardecer en naranjas y rojos que acaba convertido en una noche cuajada de estrellas. Y yo sin poder compartirlo con el mundo, tuiteándome encima. De regreso a casa, abro el ordenador y me tiro a las redes con mas ansia que la Campanario jalándose un bocadillo de chorizo después de la dieta de la alcachofa. 141 mensajes. Pues miren, todavía me vuelvo al pueblo.



miércoles, 16 de abril de 2014

Bizcochos


PUBLICADO EN LA VERDAD EL 15 DE ABRIL DE 2014

Mi cuñada L. viene a comer con dos bizcochos bajo el brazo. A L. le salen los bizcochos que parecen una promo de Canal Cocina: altos, esponjosos, jugosos, superlativos. Yo, en cambio, cada vez que intento hacer uno anoto un fracaso más en mi vida. Hacer un buen bizcocho es otra prueba más que se nos exige a las mujeres: tenemos que ser monas, delgadas, profesionales y reposteras. Ah, y tortilleras, que si los bizcochos son un reto personal, no les digo nada de la tortilla de patatas: a mí me sale deconstruida, pero no al estilo de Ferran Adrià, sino al de Berlín tras los bombardeos de la II Guerra Mundial.

Podrás ser buena cocinera, porromponpón, Manuela, pero con tanto régimen y tanto moderneo se nos está olvidando la cocina tradicional, esa en la que no existen ni los gramos, ni los centilitros, ni los minutos: en la cocina de las madres todo se mide en puñaos, pizcas y chorricos, el caldo se echa a ojo, harina, la que pida, y los tiempos de cocción se reducen a “un ratico”. Y apáñatelas como puedas. Pero ahora, que tras años de ensayo y error he conseguido convertir las proporciones de mi madre en una unidad de medida occidental y ya puedo hacer sus recetas como Dios manda (menos el bizcocho y la tortilla, que nada, que no me salen), por culpa de los kilos tengo que controlar las grasas, decir adiós a los carbohidratos y despedir a los azúcares. Pasarse la vida a semi dieta es como pasarla de medio luto: tienes ganas de darle una alegría al cuerpo, pero no te atreves porque hay que hacer lo correcto. Porque hay que estar sanas e idealas. Porque el sacrifico más grande del mundo es hacerle a tu hijo un filete empanado con patatas fritas y croquetas mientras tú cenas espinacas hervidas y un té drenante que sabe a infusión de flores de cementerio. Que mucho mandar sondas a Marte, pero la NASA ya podría dar con la piedra filosofal: comer sin engordar. O comer sin sentirnos culpables. Quizás por eso desinflo bizcochos y destruyo tortillas: porque no me las puedo comer. Mi subconsciente debe de tener más rencor acumulado que Mercedes Alcántara. Voy a comentárselo a mi psicoanalista, no sea que mi Superyó la emprenda también con el cocido de pava con pelotas. Y eso sí que no.



miércoles, 9 de abril de 2014

Drive


PUBLICADO EN LA VERDAD EL 8 DE ABRIL DE 2014

Pertenezco a ese selecto grupo de tontos que tiene carnet de conducir pero no conduce. Me gustaría más pertenecer a ese selecto grupo de listos que no tiene carnet de conducir pero sí chófer, pero como no tengo perras para pagarlo y mi santo ya me ha dicho que está hasta las bujías de llevarme y de traerme, “que sólo te falta ponerme gorra de plato y llamarme Wilson, hija”, voy a tener que dar unas clases de refresco.

Tener carnet y saber conducir no es la misma cosa: miren a Tamara Falcó, que no gana para guardabarros y tiene el carnet con menos puntos que España en Eurovisión. O a Esperanza Aguirre, que sí sabe pero que hace una reinterpretación libre de las normas de circulación, que para eso ella es un verso suelto, la dueña de Madrid, la más chula de las chulapas. La calle sería de Fraga, pero el carril bus es de Esperanza. No, eso es lo que pensamos usted y yo, que somos unos malos, pero no es verdad: Esperanza es una abuela entregada que se ha comprado un coche de siete plazas para llevar a sus nietos, la pobre, que la tienen todo el día de acá para allá, que si acompaña a los niños a esgrima, y ahora a hípica, y después a Baby Dior a renovarse el vestuario, que hay que ver cómo crecen los condenados y los abriguitos de marta cibelina del invierno pasado se les han quedado pequeños. “Soy una sexagenaria rodeada por seis agentes de movilidad”, dice la tía. Una yayoflauta perseguida injustamente por las fuerzas del orden. Acabáramos.

Lo que yo no sabía que para ser agente de movilidad en Madrid tienes que pasar un casting: “Espero por lo menos que fueran apuestos los que la rodearon”, dice Mariló Montero. “Sí, sí, no estaban mal”, responde Esperanza, para deleite de mariliebers y espeliebers. Mariló y Espe juntas son como Thelma y Louise; las veo en un descapotable recorriendo España con el maletero lleno de baúles de Louis Vuitton y la poli pisándoles los talones, qué risa, tía Felisa, la versión road movie de “Un país en la mochila”. Y, después, para petarlo del todo, Esperanza podría salir en “Mira quién baila” marcándose un chotis. Porque en “Mira quién se salta las normas de tráfico a la torera” ya ha salido. Y ha sido un éxito.


miércoles, 2 de abril de 2014

Periodistas


PUBLICADO EN LA VERDAD EL 1 DE ABRIL DE 2014

De pequeña, servidora quería ser muchas cosas: escritora como Jo March, científica como Madame Curie, naturalista como Félix Rodríguez de la Fuente y oceanógrafa como Jacques Cousteau, gorrito rojo incluido. Ya ven, era una niña muy influenciable; gracias a Dios que “Un paso adelante” me pilló mayor, que si no me hubiera roto el peroné intentando hacer un Grand Jeté.

Pero sobre todo y, por encima de todo, quería ser periodista. Sí, échenle la culpa a “Lou Grant”. La pena es que a mis padres les gustaba más “La Ley de Los Ángeles” y, como la guerra de series la ganaron ellos, acabé matriculándome en Derecho. Y menos mal que no rematé la carrera, porque conociéndome como me conozco habría terminado como Teresa Bueyes, defendiendo a Ana Obregón y a Carmen Martínez Bordiú y poniéndome morros. O como Paloma Zorrilla, que es muchísimo peor.  

Será porque me hubiera gustado irme de cañas con Blas Castellote para celebrar una exclusiva, será porque siempre quise ser como Rosalind Russell en “Luna Nueva” (y tener como jefe a Cary Grant, claro), será porque llevar un sombrero con una acreditación de prensa metida dentro de la cinta me parece el complemento más favorecedor del mundo, será porque me enamoré de Sam Waterston en “Los gritos del silencio” y me volvía  a enamorar de él y de Jeff Daniels en “The Newsroom”, será porque la primera y última vez que fui a la redacción de “La Verdad” estaba como una niña con zapatos nuevos. Será por todo eso (y porque soy una romántica, de acuerdo), pero cuando he visto el regreso de Javier Espinosa y Ricardo García Vilanova, los dos periodistas que han estado secuestrados en Siria durante 194 días, me he emocionado como si yo fuera del gremio. Ellos han vuelto a casa, como Marc Marginedas, pero otros no han podido hacerlo. Por eso, en estos tiempos de trincheras periodísticas, tertulianos voraces y plumillas lameculos, sorprende comprobar que hay tipos capaces de arriesgar su vida y su libertad para que usted y yo sepamos qué es lo que pasa más allá de nuestro campo de visión. Porque, al final, las hojas del periódico sirven para mucho más que para no salpicar los fogones de aceite cuando uno hace chistorra en su casa. Porque la verdad está ahí fuera, y hay periodistas que se juegan la vida por contarla.