jueves, 28 de agosto de 2014

Ventanas abiertas


PUBLICADO EN LA VERDAD EL MIÉRCOLES 27 DE AGOSTO DE 2014

Cuando Bisbal dijo que él venia de la Orquesta Expresiones, no era consciente del daño que estaba ocasionando a un país entero. Desde entonces, todos los cantantes y cantantas de las verbenas playeras quieren triunfar, y se lanzan a ello con vocalizaciones afectadas, gorgoritos de lucimiento y versiones libres del “Ave María”. El de Bisbal, no el de Schubert. Llegan con su orquesta de nombre paradisíaco (Yukatán, Oasis, Miramar) y te dan el sábado por la noche, que el sueño sale por la puerta cuando la orquesta entra por la ventana

Ellas con un vestuario entre Norma Duval y la Pantoja cosido, primorosamente, por sus madres; ellos con un traje que lo mismo les sirve para una Nochevieja en una nave poligonera que para una boda por lo civil que para recibir el Balón de Oro. Y empiezan con los grandes éxito de ayer, hoy y siempre. Los éxitos de Radio Tele-Taxi. Y los viejos salen a bailar con movimientos robóticos producidos por la luxación de cadera. Y servidora en la cama, más vieja que los viejos que bailan (los sesenta serán los nuevos cuarenta, que mira tú a la Campos y a Bigote Arrocet dándose el pico, pero mis cuarenta son los nuevos sesenta), sin poder pegar ojo y hasta el remolino de Danny Daniel. Los viejos ciegos a base de Marie Brizard son más peligrosos que los zagales haciendo botellón.

Abrir la ventana en verano tiene consecuencias trágicas. Por las orquestas y por la ruidosa fauna playera: las vecinas que juegan al cinquillo, los que vienen de juerga, los que se levantan tempranísimo para ir a trabajar, el camión de la basura, los llantos de los niños, las motos, el panadero, el hombre de los ajos coloraos, el tapicero, el afilador con su flauta de pan a lo Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina .… En fin, la felicidad. Si eres sorda, claro. Pero es lo que nos queda. El ruido. El que se cuela por la ventana del dormitorio o por la catódica, que es poner la televisión y darme un miserere. Pero ya queda poco, que cuando el otoño entra por la puerta, el verano salta por la ventana. Y las ventanas se cierran.

Hasta que volvamos a abrirlas.

NOTA: Foto del atardecer en La Manga desde el chiringuito Pata Palo, cortesía de Ramón Iborra


lunes, 25 de agosto de 2014

Juan Antonio Roca

El olor del dinero

Emma Thompson tiene sus dos Oscar en el cuarto de baño de su casa de Londres. Es todo un detalle: los invitados pueden cogerlos después de hacer aguas menores e improvisar un discurso de agradecimiento frente al espejo. Yo no tengo un Oscar en el aseo, pero sí una botella de gel “Heno de Pravia” que hace las veces de galardón. Y dos discursos de aceptación preparados, uno para el Premio Julio Camba de Periodismo y otro para el Goya, que si Lolita fue Actriz Revelación a los cuarenta y cuatro años, yo no pierdo la esperanza.

Juan Antonio Roca, en cambio, tenía un Miró en el cuarto de baño. Colgar una obra de arte en el retrete es una macarrada digna de un sacabarrigas, pero también es una suerte de metáfora por la cual el arte taparía el olor a mierda. El de la suya, que este cartagenero es de pituitaria fina y no quiere que un olor nauseabundo bloquee su olfato de hurón, el que le ha hecho recorrer todo el mundo persiguiendo leones, hipopótamos y elefantes. Pero, sobre todo, el que le ha llevado a seguir el rastro de la pasta.

El facultativo de minas disfrazado de bazanero era, en realidad, un cazador blanco con corazón negro, más negro que la pez. Y el olor de los billetes lo condujo hasta su primera pieza de caza mayor, Tomás Olivo, con quien empezó a hacer dinero hasta que Olivo lo despidió por comprarse un BMW con el dinero de la sociedad e invertir en unos terrenos sin decirle nada. El muchacho ya prometía.

Descalabrado por el lance, Roca se recompuso, cargó la escopeta y volvió a la caza: en 1986 viajó a Marbella, lugar famoso por su fauna salvaje, se agazapó tras una mesa del Club Financiero Inmobiliario y se dispuso a esperar, pacientemente, a su próxima víctima. La pieza a la que acechaba era aún más peligrosa que el tiburón de las finanzas que le había malherido en Cartagena. Porque, esta vez, Roca quería hacerse con un orco.

Y el orco era Jesús Gil, presidente del Atletico de Madrid y Alcalde de Marbella desde 1991, un señor que lo mismo arruinaba un club de fútbol, que saqueaba una ciudad o que salía haciendo el tonto en la tele. Aunque lo de un mafioso presentando un programa de televisión no era nada nuevo (antes ya lo había hecho Frank Rosenthal, el Sam "Ace" Rothstein interpretado por Robert de Niro en “Casino”), lo de Gil alcanzó el culmen en la era Lazarov, una época espeluznante donde los programas de entretenimiento eran presentados por Norma Duval, Andoni Ferreño, Loreto Valverde y Leticia Sabater.
Gil aparecía en un jacuzzi (a los de la raza cobriza les gusta remojarse los lereles en burbujas), con pavas en bikini alrededor y el micrófono sujeto en el cordón de oro, dando una imagen sólo apta para parafílicos. Los copresentadores eran Jeannette Rodríguez, Pepe Da Rosa e “Imperioso”, y hasta Benny Hill apareció como invitado especial. Inenarrable. Y lo peor de todo es que Gil creó escuela: años después llegó Hugo Chávez con “Aló, presidente”, cambiando el bañador por el chándal y, tras él, su sucesor puso en antena “En contacto con Maduro”, que con ese nombre parece uno de esos programas de Juan Y Medio en Canal Sur donde salen viejos con ganas de arrimar la cebolleta.

Pero mientras Gil reventaba los audímetros y los ojos de los que veían el programa, a Roca no lo conocía nadie. Era el alcalde en la sombra, el hombre que siempre estuvo allí pero que nunca vimos. Porque si hubiéramos visto su cara de hurón, su pinta de tío del campo pero de los listos, de los que cuando te das la vuelta ha plantado sus limoneros en tus fanegas, nadie en su sano juicio hubiera puesto Marbella en sus manos. Nadie excepto Jesús Gil, que lo hizo gerente de urbanismo de 1992 a 2003. Y en esos años logró forjar una fortuna: obras de arte de Sorolla, Sicilia, Arroyo, Tapies o Picasso, cuadras de caballos, ganaderías de toros bravos, cochazos de lujo, hoteles, palacetes, fincas, yate, jet privado, helicóptero... Un patrimonio multimillonario puesto en peligro cuando, en 2002, Gil dejó la alcaldía por inhabilitación y pasó a ocupar su lugar Julián Muñoz, el hombre de talle imperio. Muñoz mandó automáticamente a Roca a tomar viento, pero Roca organizó una moción de censura, puso a Marisol Yagüe al frente de la alcaldía y recuperó el poder. Yagüe era cantante en un coro rociero y representante a domicilio de una firma de cosméticos, lo cual explica su pasión por los polvos egipcios. Tras la moción de censura, el ayuntamiento de Marbella estalló, y mientras Yagüe, Isabel García Marcos, Mayte Zaldívar, Jesús Gil y Julián Muñoz se insultaban y acusaban mutuamente en televisión, Roca contemplaba la tormenta sentado en un sillón de cuero y acariciando un gato.

Pero en 2006 llegó el acabose. Con la “Operación Malaya” vimos cómo entalegaban a Muñoz, cómo Yagüe y García Marcos entraban a la cárcel hechas unas “Chaneles” y salían convertidas en unas chonis, cómo detenían a una tonadillera, a una ex esposa, a empresarios y concejales. Y, al fin, le vimos la cara a Roca. Nosotros y la justicia. Cuando llegó al trullo, los presos lo esperaban como agua de mayo para sacarle hasta el saín, y le cantaban “¡Qué tendrá Marbella!” a su paso. Pero Roca le dio la vuelta a la tortilla y se hizo el jefe del módulo. De nuevo, era el alcalde en la sombra. Y esta vez de verdad, porque va a estar sin ver el sol muchos años. Pero lo que para los demás es una condena, para Roca es sólo un proceso de hibernación: “El juez no me ha pillado ni la cuarta parte del dinero que tengo”, le dijo a su compañero de celda. Así que, cuando salga, el hurón regresará a su madriguera, cogerá la pasta y volverá a la carga. Es el instinto del cazador.  

Verde


PUBLICADO EN LA VERDAD EL MIÉRCOLES 20 DE AGOSTO DE 2014

Decía Julio Camba que la contemplación de la Naturaleza le producía una sola inspiración: la de dormir. A mí la que me produce sueño es la naturaleza humana, que es ver una tertulia y quedarme frita en el sofá. En cambio la otra, la que se escribe con mayúscula, la bucólica, verde y campestre, me provoca unas ganas de rodar por los prados que me río yo de Heidi, de Blanquita y de Copo de Nieve.

El verde norteño no es gratuito, claro. Como el moreno de Ana Mato, el color hay que currárselo, y esos tonos esmeralda sólo se consiguen soportando todo un año de lluvias y de bajas temperaturas: cuando les decimos a los norteños lo de “¡Qué gustico, que fresco más bueno!”, ellos nos miran con cara de odio, que están ya hasta el sirimiri de tormentas y de no poder bañarse sin riesgo de hipotermia. Da igual: seguimos flipando al dormir con edredón en agosto, al comernos un plato de cuchara sin sudar, al comprobar que podemos ir a andar a la hora de la siesta sin que te pegue el chicharrero, al ver vacas sueltas por los prados, al encontrarnos con ríos caudalosos de aguas limpias, al ponernos una rebequica por las noches o al recoger moras y arándonos silvestres en las orillas de los senderos.

El verde del norte ha propiciado siempre un veraneo decimonónico, elegante y decadente; de pasar la tarde echándose una partida en el casino y un jersey sobre los hombros; de paseos por playas brumosas y solitarias o por caminos empinados y angostos. Los pudientes han veraneado siempre en verde, mientras que el resto sudamos en el gris de la ciudad o en el azul de las playas chiringuiteras, abarrotadas y mediterráneas. Por eso a muchos de nuestros políticos les encanta ir al norte en verano; de hecho, a los Pujol les gusta tanto que se compraron varias casas en el Pirineo catalán para, así, despertarse todas las mañanas viendo un paisaje cubierto de billetes. Tanto les mola que se lo han llevado crudo, como las lechugas. Porque el verde es el color del dinero. Y el de la vergüenza, pero la vergüenza era verde y se la comió un burro.


NOTA: Servidora se equivocó de Pirineo, que estuve en el navarro, y no en el catalán. 



lunes, 18 de agosto de 2014

José Antonio Camacho

Vuelve el hombre

Señorío. La palabra que más oigo en boca de los madridistas y la que menos entiendo. A mí me suena a viejuno, a “vestirse por los pies” y demás machiruladas por el estilo. Pero mi santo, que para escribir este artículo resulta una fuente más fiable que el mismísimo Maldini, me dice que no, que el señorío es una actitud ante la vida, es ganar y respetar al rival, es perder y aceptar la derrota, es furia, rabia, raza, sacrificio y entrega.

Y Camacho es todo eso. Y lo transmite, y lo contagia, y se le escapa por los poros, sobre todo a la altura del sobaco, que tendrían que embotellar su sudor y venderlo como “Eau de Macho”. Porque los tíos de verdad sudan como posesos, y sufren, y se endurecen, y no lloran, y no se echan acondicionador en el pelo, ni cremitas ni mariconadas de esas: Camacho tiene la piel como la de un agricultor, curtida por el sol de los campos de juego. Que esto que hacen ahora los jugadores de usar cosméticos, tatuarse, ponerse pendientes y echarse más mechas que una señora de Serrano es de manfloritas. Que Camacho, Gordillo, Juanito, Chendo y Santillana se afeitaban sin espuma y se curaban los cortes con un trocico de papel higiénico pegado con saliva. Y salían al campo, imbuidos de madridismo, a dejarse el alma y el cuerpo, con camisetas ajustadas, pelucones y unos pantalones cortísimos; unas pintas tan supercalifragilísticas que hoy son el uniforme hipster del verano. La paradoja del estilo.

A Camacho el espíritu del madridismo le poseyó desde que nació, cosa que ocurrió en Cieza en 1955. Cuando empezó a jugar al fútbol, intentó entrar en las categorías inferiores del Murcia, pero le dijeron que era estrecho de pecho (otra paradoja: ahora es cualquier cosa menos estrecho). Así que, para destacar como futbolista, tuvo que esperar hasta los dieciséis años, edad a la que entró en el Atlético Jareño. De allí pasó al Albacete juvenil, a la Selección Española juvenil, al primer equipo del Albacete y al Castilla, hasta que, al fin, llega al Real Madrid de sus amores en 1973, donde jugó como defensa y se convirtió en “El Gran Capitán” del equipo por su velocidad y sus férreos marcajes pero, sobre todo, por su garra y pundonor.

En el Madrid permaneció hasta 1989: Camacho es un hombre fiel que pasó dieciséis años de su vida entregado a los blancos y muchos más entregado a su mujer, con la que lleva desde que cumplió los trece. Junto a ellos (y junto a ella) ganó dos Copas de la UEFA, nueve Ligas,
cuatro Copas de España
y una Copa de la Liga, y fue ochenta y una veces internacional con la selección española.

Pero el tiempo pasa, y las piernas le pesan, y se le achinan los ojicos, y se le hacen más grandes los carrillos, esos carrillos que parecen diseñados para lanzar huesos de oliva, que ser de Cieza imprime carácter y fisonomía. Y Camacho se corta la melena y se hace entrenador. El Rayo, el Español, el Sevilla… y vuelve al Madrid como míster y empieza a batir récords, no por los triunfos conseguidos, sino por el poco tiempo que permanece en el club. La primera vez aguanta veintidós días como entrenador, que parece un chiste del Dúo Sacapuntas. “Éste no es mi Madrid”, dijo el ciezano. Y se piró.




Tras el plante se fue a entrenar a la Selección Española entre 1998 y 2002, para regresar al Madrid en el 2004: aguantó tres meses. Se largó porque “Al comienzo estaba convencido de que el fútbol estaba por encima de todo, pero para mi sorpresa era todo lo demás y después el fútbol". Todo lo demás se resumía en que los muchachos no entrenaban lo suficiente porque tenían que irse a promocionar unas botas, unos calzoncillos o unas sartenes antiadherentes: la furia, la entrega y el esfuerzo aplastados por las leyes de la mercadotecnia. El signo de los tiempos. En aquel Madrid galáctico, donde había más estrellas que en el cielo y donde estaba prohibido sudar (a no ser que el sudor te lo colocara un ayudante de Mario Testino para hacerte fotos), Camacho sobraba porque su técnica se basaba más en la pedagogía de Clint Eastwood en “El sargento de hierro” que en Mary Poppins. Camacho llegó en plan “He bebido más cerveza, he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado más huevos que todos vosotros juntos, capullos”. Y en aquel vestuario había muchos testículos pero pocos cojones.

Se marchó. Otra vez. Primero volvió al Benfica y después al Osasuna, para terminar en China. Y aquí nos desorinábamos imaginándonos a Camacho hablar en chino. Aprendió lo más importante: a decir “hola”, “adiós” y a pedir una cerveza. Pero no a decirle a los chinos que le pagaran los dos millones que le deben.

Entre tanto, dejó un grito para la posteridad, el “¡Iniesta de mi vida!”. Aquel gol puso a Iniesta en un altar, a Fuentealbilla en el mapa, a los españoles en la gloria y a Camacho en los móviles y en las pistas de baile, que con la frase hubo politono y hasta un megamix de “Delafé y las flores azules” que ya hubiera querido DJ Kiko. A Camacho le gusta Iniesta porque es un tío de una pieza, aunque tenga pinta de hombre blandengue, de los que detestaba El Fary, ese hombre de la bolsa de la compra y del carrito del niño al que la mujer le da capones. Camacho también detesta a los hombres blandengues. Y a los chinos, pero me apuesto lo que quieran que le van a devolver hasta el último yuan y, si no, monta un conflicto diplomático que ni Perejil. Que un hombre que se viste por los pies cobra sus deudas. Porque con Camacho volvió el hombre. Si es que alguna vez se fue.

jueves, 14 de agosto de 2014

Modorra


PUBLICADO EN LA VERDAD EL MIÉRCOLES 13 DE AGOSTO DE 2014

Cuando era pequeña, me horrorizaba la hora de la siesta. Después de comer, mi madre dejaba las persianas a media asta y el día se hacía noche. Y yo, insomne por nacimiento y por convicción, me negaba a dormir. En cambio, ahora es poner cinco minutos los pies encima de la mesa del café y quedarme eclipsá. Es lo que tiene la vejez.

Las siestas de invierno son un coitus interruptus: te sientas, entornas un poco los ojillos y, cuando estás cogiendo el sueño, te tienes que levantar. Cabezadas rápidas destinadas a aguantar el medio día que aún te queda; siestas de supervivencia, dalinianas: el pintor se dormía con las llaves en la mano y, cuando se le caían, se despertaba con el ruido. En cambio, las siestas de verano son como las de Cela, de pijama, padrenuestro y orinal; siestas largas de las que te levantas sudadico y con un hilillo de baba colgando de la comisura; siestas voluptuosas, gustosas, sensuales, de Sodoma y Modorra.

De lunes a viernes me quedo traspuesta viendo el “Sálvame”: pliego en cuanto sale alguna gataperra diciendo que ha retozado con Amador en el ático de Chipiona, que aquello tiene que ser como la Mansión Playboy, pero sin mansión y sin playboy; más bien parece el prostíbulo de Doña Jesusa. Los fines de semana, mi somnífero es un telefilme de Antena 3: siempre hay una madre de alquiler, unos gemelos separados al nacer o una vecina loca amarga vidas, siempre están basadas en hechos reales, siempre tienen títulos intensos como “Huyendo del pasado” y siempre salen Melissa Gilbert o Tracey Gold, que los telefilmes han sido la tabla de salvación de la mitad de los niños de las series norteamericanas de los primeros ochenta (la otra mitad han acabado en una secta evangélica). Y, lo mejor, es que da igual a qué hora abras el ojo: los argumentos son tan complejos como un discurso de Jesulín, así que no pierdes el hilo ni queriendo.

Decía Churchill que echar la siesta “es como disfrutar de dos días en uno". Si eso es así, mi verano este año va a durar sesenta días en lugar de treinta. Que yo, la siesta, no la perdono ni aunque Rosa vuelva con Amador. Otra vez.