lunes, 18 de agosto de 2014

José Antonio Camacho

Vuelve el hombre

Señorío. La palabra que más oigo en boca de los madridistas y la que menos entiendo. A mí me suena a viejuno, a “vestirse por los pies” y demás machiruladas por el estilo. Pero mi santo, que para escribir este artículo resulta una fuente más fiable que el mismísimo Maldini, me dice que no, que el señorío es una actitud ante la vida, es ganar y respetar al rival, es perder y aceptar la derrota, es furia, rabia, raza, sacrificio y entrega.

Y Camacho es todo eso. Y lo transmite, y lo contagia, y se le escapa por los poros, sobre todo a la altura del sobaco, que tendrían que embotellar su sudor y venderlo como “Eau de Macho”. Porque los tíos de verdad sudan como posesos, y sufren, y se endurecen, y no lloran, y no se echan acondicionador en el pelo, ni cremitas ni mariconadas de esas: Camacho tiene la piel como la de un agricultor, curtida por el sol de los campos de juego. Que esto que hacen ahora los jugadores de usar cosméticos, tatuarse, ponerse pendientes y echarse más mechas que una señora de Serrano es de manfloritas. Que Camacho, Gordillo, Juanito, Chendo y Santillana se afeitaban sin espuma y se curaban los cortes con un trocico de papel higiénico pegado con saliva. Y salían al campo, imbuidos de madridismo, a dejarse el alma y el cuerpo, con camisetas ajustadas, pelucones y unos pantalones cortísimos; unas pintas tan supercalifragilísticas que hoy son el uniforme hipster del verano. La paradoja del estilo.

A Camacho el espíritu del madridismo le poseyó desde que nació, cosa que ocurrió en Cieza en 1955. Cuando empezó a jugar al fútbol, intentó entrar en las categorías inferiores del Murcia, pero le dijeron que era estrecho de pecho (otra paradoja: ahora es cualquier cosa menos estrecho). Así que, para destacar como futbolista, tuvo que esperar hasta los dieciséis años, edad a la que entró en el Atlético Jareño. De allí pasó al Albacete juvenil, a la Selección Española juvenil, al primer equipo del Albacete y al Castilla, hasta que, al fin, llega al Real Madrid de sus amores en 1973, donde jugó como defensa y se convirtió en “El Gran Capitán” del equipo por su velocidad y sus férreos marcajes pero, sobre todo, por su garra y pundonor.

En el Madrid permaneció hasta 1989: Camacho es un hombre fiel que pasó dieciséis años de su vida entregado a los blancos y muchos más entregado a su mujer, con la que lleva desde que cumplió los trece. Junto a ellos (y junto a ella) ganó dos Copas de la UEFA, nueve Ligas,
cuatro Copas de España
y una Copa de la Liga, y fue ochenta y una veces internacional con la selección española.

Pero el tiempo pasa, y las piernas le pesan, y se le achinan los ojicos, y se le hacen más grandes los carrillos, esos carrillos que parecen diseñados para lanzar huesos de oliva, que ser de Cieza imprime carácter y fisonomía. Y Camacho se corta la melena y se hace entrenador. El Rayo, el Español, el Sevilla… y vuelve al Madrid como míster y empieza a batir récords, no por los triunfos conseguidos, sino por el poco tiempo que permanece en el club. La primera vez aguanta veintidós días como entrenador, que parece un chiste del Dúo Sacapuntas. “Éste no es mi Madrid”, dijo el ciezano. Y se piró.




Tras el plante se fue a entrenar a la Selección Española entre 1998 y 2002, para regresar al Madrid en el 2004: aguantó tres meses. Se largó porque “Al comienzo estaba convencido de que el fútbol estaba por encima de todo, pero para mi sorpresa era todo lo demás y después el fútbol". Todo lo demás se resumía en que los muchachos no entrenaban lo suficiente porque tenían que irse a promocionar unas botas, unos calzoncillos o unas sartenes antiadherentes: la furia, la entrega y el esfuerzo aplastados por las leyes de la mercadotecnia. El signo de los tiempos. En aquel Madrid galáctico, donde había más estrellas que en el cielo y donde estaba prohibido sudar (a no ser que el sudor te lo colocara un ayudante de Mario Testino para hacerte fotos), Camacho sobraba porque su técnica se basaba más en la pedagogía de Clint Eastwood en “El sargento de hierro” que en Mary Poppins. Camacho llegó en plan “He bebido más cerveza, he meado más sangre, he echado más polvos y he chafado más huevos que todos vosotros juntos, capullos”. Y en aquel vestuario había muchos testículos pero pocos cojones.

Se marchó. Otra vez. Primero volvió al Benfica y después al Osasuna, para terminar en China. Y aquí nos desorinábamos imaginándonos a Camacho hablar en chino. Aprendió lo más importante: a decir “hola”, “adiós” y a pedir una cerveza. Pero no a decirle a los chinos que le pagaran los dos millones que le deben.

Entre tanto, dejó un grito para la posteridad, el “¡Iniesta de mi vida!”. Aquel gol puso a Iniesta en un altar, a Fuentealbilla en el mapa, a los españoles en la gloria y a Camacho en los móviles y en las pistas de baile, que con la frase hubo politono y hasta un megamix de “Delafé y las flores azules” que ya hubiera querido DJ Kiko. A Camacho le gusta Iniesta porque es un tío de una pieza, aunque tenga pinta de hombre blandengue, de los que detestaba El Fary, ese hombre de la bolsa de la compra y del carrito del niño al que la mujer le da capones. Camacho también detesta a los hombres blandengues. Y a los chinos, pero me apuesto lo que quieran que le van a devolver hasta el último yuan y, si no, monta un conflicto diplomático que ni Perejil. Que un hombre que se viste por los pies cobra sus deudas. Porque con Camacho volvió el hombre. Si es que alguna vez se fue.

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