jueves, 14 de agosto de 2014

Ortega Cano


El torero filósofo

Mi memoria, más que selectiva, es absurda: no me acuerdo de nada de lo que estudié en el colegio pero, en cambio, soy capaz de recordar sin fustes tales como la canción favorita de un amigo al que no veo desde COU o el titular de una entrevista a Ortega Cano publicada hace treinta años en “La Luna de Madrid”, aquella revista dirigida por Borja Casani que nos reventaba la hiel a los modernos de pueblo. “El filósofo del toreo” lo llamaban en el artículo, supongo que por su aspecto estoico, sus andares morosos y sus frases metafísicas.
Esa fue la primera noticia que tuve sobre Ortega Cano, que yo mucho ¡HOLA! pero poco Cossío. De hecho, sólo he ido una vez a los toros, a la Feria de Murcia, donde me dediqué a comer pastelicos de carne y a gritar ¡Olé! a destiempo, que para mí lo mismo tiene una verónica que una chicuelina que una media vuelta chuchurría. Ignoranta que es una. Lo que no sabía entonces es que, años después, escribiría sobre un torero cuya entrada en la Wikipedia está encabezada por una frase lapidaria: “José María Ortega Cano (Cartagena, 27 de diciembre de 1953) es un torero español actualmente en prisión”.
Tampoco lo sabía Ortega Cano cuando, siendo un niño, se fue del cartagenero barrio de San Antón a San Sebastián de los Reyes (de santo a santo, que el maestro era muy devoto). En Madrid comenzó en el mundo del toreo, tomando la alternativa en Zaragoza en 1974 y confirmándola en Las Ventas en 1978. En el coso madrileño obtendría sus mayores triunfos; allí salió cuatro veces por la puerta grande y consiguió el indulto de Velador, el único toro indultado a lo largo de la historia de Las Ventas. La carrera de este toreo clásico de formas afectadas estuvo llena triunfos, pero también de altibajos y cogidas gravísimas: “Las broncas se las lleva el viento y las cornadas se las queda uno”, decía Rafael El Gallo.

Curiosamente, mientras que su vida profesional era pública y notoria, no sabíamos nada de su vida personal, que no se le conocía mujer. Y él, a lo mejor, tampoco: Mari Carmen, cartagenera novia del torero durante 7 años, declaró en DEC que no mantuvieron relaciones sexuales porque él decía que “cuando se comiera la tarta, se la quería comer entera”. Pero, al ennoviarse con la Jurado, a Ortega le entró el hambre, y todo se volvió pasión coplera y desgarrada. El día que salió a la luz el romance, el roserío español tuvo un orgasmo, y el día en el que se anunció la boda, el orgasmo fue múltiple, porque sabíamos que la cosa iba a dar mucho de sí.
 La boda era en Yerbabuena a las doce del mediodía del 17 de febrero de 1995, pero Rocío no llegó hasta las dos menos veinte. Normal: se le había hecho tarde intentando decidir entre los cuatro trajes inenarrables que Carlos Arturo Zapata, modisto colombiano con nombre de heredero de culebrón, había preparado para la ocasión. Finalmente, Rocío Jurado apareció goyesca, Ortega, de corto y Roci-Hito (que dice Maruja Torres), imposible. El enlace fue tan chiripitifláutico como los novios. Pero mientras los veíamos darse el “Si, quiero”, todos pensamos lo mismo: mucho arroz pa tan poco pollo.

Casado con la Jurado, Ortega seguía disfrutando del reconocimiento: con su nombre, en Cartagena bautizaron una plaza (dos, en realidad, una urbana y otra de toros), un mesón y hasta una tienda de ropa, “Modas Ortega Cano”, pura contradicción en sí misma. Famosos y felices, Ortega y Rocío se miraban arrobados; él con las hechuras de un muñeco de una tarta de novios y la sonrisa congelada, descompasada de los ojos; ella histriónica y desmedida, empeñada en demostrar que estaba “enamorada de José hasta las trancas” a base de suspiros, quejíos y pasodobles (“Ortega Cano en la arena, vaya faena, canela fina”). A veces no sabías si los estabas viendo a ellos o a Los Morancos.
Ortega empezó a pensar en retirarse de la profesión. Lo hizo en 1998, con la intención de centrarse en la familia: con el amor habían llegado los niños, José Fernando y Gloria Camila, y los posados por Navidad, los vestidos de gala y el crepado festero firmado por Rosa Benito. Estaban muy a gustito; Ortega, demasiado. Tanto que la imagen del torero en la boda de su hijastra fue un punto de inflexión en la relación entre la prensa y los Ortega Jurado. En una trifulca con los fotógrafos, la mítica dio una de las grandes frases de la historia de nuestro país: “¡Destructores, ya nunca más vengo al AVE! Así,  junto al “Sois unos desahogaos....¿estáis trabajando? ¡No! Estáis a allanamiento de las seres humanos de la sensibilidad” de Carmina Ordóñez, y el “¡No me vas a grabar más!” de Pantoja, se conformaron los tres pilares de la oratoria folklórica patria.
Tras su retirada, el maestro reapareció en diversas ocasiones, ya sin contar con el favor del público ni de la crítica. Comenzó su decadencia profesional, pero aún estaba por llegar la personal, que por muy trágico que sea el toreo, más lo es la vida: la muerte de Rocío en 2006 dejó a dos viudos, a José y a Amador y, al año siguiente, Ortega también se quedaría huérfano al fallecer Doña Juana. La historia de Ortega Cano se convirtió en una tragedia shakesperiana pasada por un filtro choni: una familia de topos, un litigio por la herencia, un niño delincuente, una niña cani, una frutera ambiciosa, un nuevo hijo y un accidente que llevó a un hombre a la tumba y a él a la cárcel. Y el diestro, que había sido un torero de raza y coraje, no cogió esa vez el toro por los cuernos, y su figura se fue desdibujando hasta la caricatura más cruel. Al final, Ortega Cano resultó ser un filósofo más cínico que estoico. Aunque bastante estoicismo le va a hacer falta para soportar el talego.

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