lunes, 1 de septiembre de 2014

Bárbara Rey


La vedette que sabía demasiado


En la época en que los Alcántara aún eran un matrimonio feliz, mis padres fueron a ver una revista. Un travesti, ataviado con un vestido de lamé que le dejaba el culo fuera, bajó a cantar entre el público y se sentó en las rodillas de mi padre. Y mi madre, que no fumaba pero que se ponía en plan sicalíptico cuando salía, le apagó un “More” en el culo al artista. “¡Ay, señora, que me quema mi instrumento de trabajo!”, le dijo. El travesti imitaba a Bárbara Rey. Y en este país, cuando te imitan los travestis, es que eres la bomba.

Bárbara Rey lo es: con su tipazo y su voz grave, es carne de travesti, de espectáculo, de escenario. Y María García García, o Marita, como la llamaban en casa, lo sabía, y no quería que su cuerpo huertano se marchitara junto a los limoneros, así que la totanera empezó a presentarse a miss, a maja y a lo que se terciara y, con una asombrosa capacidad de anticipar el futuro, cambió su nombre por el de Bárbara Rey.

Bárbara comienza a pasear su palmito en el cine en 1969, pero no salta a la fama hasta que, en 1975, Lazarov la llama para el Especial Nochevieja. Al año siguiente presenta “Palmarés” ante la estupefacción de las locutoras de continuidad de Televisión Española, que se ponen hechas una hidra por lo que ellas consideran “intrusismo profesional”. Intrusa o no, con enchufe o sin él, Bárbara sacaba su mejor cara de gataperra en la cabecera y su tipamen en el programa, y los machos ibéricos, pre y post constitucionalistas (la bragueta no entiende de política), se ponían como una motoreta, mientras que las niñas nos quedábamos locas viendo bailar al negro del Ballet Zoom, que parecía que tenía azogue.

La popularidad de Bárbara crece rápidamente, convirtiéndose en musa de la televisión, del destape y hasta de la UCD: cuenta Pedro J. que la noche en que Suárez ganó las elecciones, la unida, centrada y democrática Bárbara estaba en la fiesta de celebración con un escotadísimo vestido negro sin mangas y los brazos llenos de pegatinas de propaganda. Y en las elecciones de 1979, acompañó a Joaquín Garrigues a hacer campaña por tierras murcianas. Ya lo dejó caer Umbral: “Bárbara Rey es a los Garrigues lo que Marilyn a los Kennedy: el sex-symbol de una democracia guapa”. Y todos querían acostarse con una sex-symbol, claro, y desde que en 1977 protagonizara junto a Rocío Dúrcal “Me siento extraña”, todas también. En la película, Marita y Marieta vivían su historia de amor mientras Laly Soldevilla pasaba la aspiradora. Sí, es para sentirse extraña, aunque más extraña se sentiría en aquella noche de amor con Chelo García-Cortés, la que confesó en un “De Luxe” como si estuvieran arrancándole las uñas en Guantánamo, consiguiendo uno de los momentos más enormes de esta nuestra televisión. Heteroflexible que es una.

Como podía elegir, y ella es muy de dale a tu cuerpo alegría, totanera, roneó con Alain Delon, con Rexach y hasta con Paquirri. Por eso nos quedamos de piedra pómez cuando dijo que se casaba con Ángel Cristo, un domador bajito que olía a tigre. Bárbara, con más de cuarenta películas y una veintena de espectáculos musicales en el cuerpo, lo dejó todo para contraer matrimonio vestida de blanco satén, bajo la carpa de un circo con un altar en la pista y un gran Cristo crucificado colgado del trapecio: eso no lo supera ni una performance de Marina Abramovic ni la boda de Lauren Postigo y Yolanda Mora por el rito zulú en la Casa de Campo. Y, tras el convite, comenzó el romance mas largo que ha tenido Bárbara en su vida: no con Ángel Cristo, que no duró mucho, sino con el juego, que fue terminar la boda y largarse al Casino de Monte Picayo.



Bárbara, convertida en binguera, domadora de elefantes, esposa y madre de Mi Ángel y Mi Sofi, iba de giro con el circo mientras intentaba convencernos de que era feliz y de que pagáramos a Hacienda: “No se puede ser feliz engañando. Por eso Ángel y yo siempre decimos la verdad. También a Hacienda”, decía en un spot. Pero Bárbara nos mintió, porque de felicidad, nada: tras nueve años de desgraciado matrimonio, llegaron los escándalos, las acusaciones, los disparates. Todo muy sórdido, muy triste y muy bárbaro.

Después de divorciarse, Bárbara volvió al teatro y a la televisión, participando en realities como “Esta cocina es un infierno”, concurso del que Sergi Arola salió tarifando porque en ese programa, decía, "nadie quiere ser cocinero" (si de verdad Arola pensaba que Leticia Sabater o Bienvenida Pérez querían ganarse la vida pelando patatas, es que a Arola le hacía falta un hervor). Y en las épocas de bajona laboral, la Rey se hacía un “Interviú” (volvió a posar a los cincuenta y cinco tacos agotando la tirada) o sacaba a pasear sus romances “cougar” con Frank Francés o Antonio Tejado, con quien se enrolló en un Rocío a la sombra de los pinos, que ella iba de peregrina y le cogió de la mano y de todo lo demás, y a María del Monte se le cayó el lazo de la coleta del susto. Pero si no había ni fotos ni polvo del camino, se ponía en plan Estela Reynolds y hablaba de una mano negra que le impedía triunfar, de extraños robos en su casa, de conspiraciones, chantajes y amenazas; todo por una relación secretísima que había tenido con un alto mandatario del estado. Bárbara era la vedette que sabía demasiado.

Tanto sabía (sobre todo del negocio del espectáculo) que, para no perder comba, Rey abdicó televisivamente en su hija Sofía, y se reinventó en señora mayor con gatos, en dama del teatro que sale de bolos de vez en cuando y que cocina para sus hijos cordero a la Salvadora (como se llamaba su madre). Pero una tipa deslenguada y verborreica, capaz de decir en una entrevista que a Corinna se le ha caído el pelo en la menopausia y a ella no, o que imita a María José Cantudo mejor que Josema de “Martes y Trece”, se merece un espectáculo a lo Joan Rivers, donde cuente su vida sin dejar títere con cabeza. Y nosotros nos merecemos que ella y la Cantudo hagan un remake de “Qué fue de Baby Jane”, que su enemistad es tan antológica como la que hubo entre la Crawford y la Davis. Como mínimo.

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