miércoles, 3 de septiembre de 2014

La suerte de la fea


PUBLICADO EN LA VERDAD EL 2 DE SEPTIEMBRE DE 2014

Por mucho que diga el calendario, el otoño ha empezado ya: el día en que guardo los bañadores, entro en barrena. Si en primavera me invade una extraña angustia, provocada por toda esa nueva vida que empieza, por esos días largos y burbujeantes, por esa sensación de que todo es demasiado agitado y excitante para mí, ahora me come una desazón parecida a la que siente un conejo que tiene que salir de la madriguera y no sabe qué le espera fuera. O de una osa que se despierta tras la hibernación, un símil mucho más apropiado si tenemos en cuenta lo que he engordado estas vacaciones.

Los veranos siempre terminan con el bronceado cayéndose a roales, San Ramón Nonato y el aniversario de la muerte de Diana de Gales. “¿No te acuerdas del día en que murió Diana?”, me dicen. No. Seguramente porque la madrugada de un 31 de agosto de 1997 yo debía de estar durmiendo una mona considerable. Recuerdo, eso sí, (las resacas no duran para siempre) toda la parafernalia que vino después: los periódicos, los programas especiales, el funeral. Y no existía internet, gracias a Dios.

Diana era una sonsa que te echaba una mirada ladeada por debajo del flequillo. Del agua mansa líbreme Dios, que de las brava me libraré yo: Carlos de Inglaterra se había librado –temporalmente- de la brava, bravísima Camilla Parker-Bowles (nada más conocerlo le soltó "Mi bisabuela y tu bisabuelo fueron amantes. ¿Qué te parece?", lo que traducido al español es un “¿En tu casa o en la mía?” de manual), para meterse hasta el cuello en un agua tranquila que, luego, resultó ser turbulenta. Mucho. Tanto que estuvo a punto de cargarse una monarquía. En cambio, mientras que la soberanía británica ha permanecido, de Diana sólo quedan las flores que llevan sus admiradores al Túnel del Alma, una decena de billetes de diez libras con su cara firmados por Banksy y una orquídea blanca con su nombre. Puede que el nombre de Camilla se lo hayan puesto a un cardo, pero ella sigue ahí, fea, fuerte y formal, antítesis de una Diana guapa, débil y ambiciosa, que quería ser princesa de Gales y ser feliz. Y eso, con una suegra como Isabel II de Inglaterra, peor aún que Isabel I de España (que se lo pregunten a Jessica Bueno o a Alberto Isla), es imposible. Porque nunca podemos tenerlo todo. Ni siquiera un verano eterno.

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