miércoles, 10 de diciembre de 2014

Honestidad brutal


Si alguien afirma “No me gusta Kubrick” en una mesa donde el más tonto es capaz de recitar del tirón la filmografía de Lars Von Trier en danés, se monta un tangana mayor que si sueltas en un “Sálvame De Luxe” que no conoces a Paqui La Coles. Es un acto valiente, suicida o inconsciente. Es algo tan punki como escupirle un Ferrero Rocher a la cara a Isabel Preysler, como decirle a Carlos Boyero que Almodóvar es el mejor director del mundo, como tirarte un pedo metrallético, tremebúndico y terremótico en la cena de Porcelanosa.

Pero a veces hay que desabrocharse el botón de los vaqueros y desparramarse: tras tanto años de postureo, un poco de desmelene no viene mal. Asumir que odias el cine asiático, que te pone Terelu o que bailas por Kamela en la soledad de tu casa es el primer paso para reconciliarse con uno mismo; admitir los placeres culpables es la mejor forma para que dejen de serlos. Pero si entre ser sincero con uno mismo y machacarse hay un paso, entre decir la verdad a los demás y utilizarla como un Kalashnikov, hay medio. La poesía es un arma cargada de futuro, pero la verdad es un arma cargada de dinamita que los sádicos utilizan a placer, disfrazando de honestidad brutal la crueldad intolerable. En un equilibrio tan frágil como en el que nos movemos, las pequeñas mentiras sin importancia nos permiten aguantar días de tedio, de angustia, de nervios, de dolor o de tristeza. Nos permiten aguantar la vida. Que se lo digan a Sterling Hayden en Johnny Guitar. O que me lo digan a mí cuando me comentan que salgo bien en las fotos.

Eso sí, hay gente que tiene arte hasta para tirar con bala: Rossini fue invitado a cenar a casa de una señora muy distinguida, pero conocida por servir minúsculas raciones a sus invitados, tan minúsculas que se quedaban con hambre. Al llegar la hora de la despedida, la dueña de la casa le expresó al compositor su deseo de volver a cenar con él lo más pronto posible, a lo que Rossini, respondió: "Por mi, señora, ahora mismo, si no le importa". Claro que, después de escribir con veintitrés años y en menos de quince días “El Barbero de Sevilla”, te lo puedes permitir todo. Hasta decir la verdad.

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