PUBLICADO EN LA VERDAD EL MIERCOLES 27 DE JULIO DE 2016
Parezco stigmata: voy reventaíca viva de mosquitos. Y sin salir de
casa, que no me ha hecho falta irme a Honduras a tirarme cocos a la cabeza con
Mila Ximénez para que me coman entera, no, que los que me pican son autóctonos,
cantonales, los propios de la tierra. Eso sí, con tamaño suficiente como para
llevarse a un niño volando entre las patas, que lo he visto yo.
Los mosquitos no son criaturas del Señor, sino de Satán, diga lo que
diga San Macario Alejandrino, aquel mártir que, atribulado por matar a un
mosquito que le picó en el pie, permaneció seis meses en el monte a merced de
los insectos para purgar tamaño pecado, y su cuerpo se hinchó tanto que sólo lo
reconocieron por su voz (lo mismo le pasa a Belén Esteban cada vez que vuelve
del cirujano plástico). Después de aquello, no sé cómo no han nombrado a San
Macario Alejandrino patrón del PACMA.
Pero yo no soy santa ni beata, y cuando el bicho del demonio me ronda
como un mal pensamiento en mitad de la noche, empieza la caza: que si no me
quedan pastillas insecticidas, que si pruebo con la zapatilla, que si ahora
fumigo como para provocar un agujero en la capa de ozono, que si abro las
ventanas porque me voy a ahogar, que si entonces entran más mosquitos, que si
cierro la ventana, que si apago la luz. Y ahí sigue el maldito, zumbando junto
a mi oreja, provocando más tensión que en el bautizo de un Gremlin, que dice
Arturo Valls. Y, al final, me pica, claro. "El último mosquito que me
picó tuvo que ingresar en la Betty Ford". Lo decía Joanna Lumley en “Absolutamente Fabulosas”. El mío debería
darme un bocadillo y un zumo después de toda la sangre que me han chupado esta
noche. Pero de vez en cuando, en este mundo tan aséptico en el que
vivimos, es necesario que haya unos bichos que nos recuerden que seguimos
estamos a merced de la naturaleza, que no somos los más listos sobre la faz de
la tierra. Al final, sólo aprendemos a base de picotazos. Y a veces, ni eso.
El episodio de "El mosquito impertinente" de La Pantera Rosa.
En el verano del 78 triunfa la Carrà en las pistas de baile,
Isabel Preysler y Julio Iglesias se divorcian y España se estrella en el
mundial de Argentina
Verano
del 78. Me aburro. Las vacaciones son insoportables cuando veraneas en un sitio
en el que no hay nada que hacer. Tengo ocho años y ni una amiga en la playa, estoy
hasta las narices de construir castillos de arena con mi hermano y odio la hora
de la siesta: las persianas se echan a media asta, los mayores dormitan, no me
dejan salir a la calle, no puedo hacer ruido. Me aburro otra vez. Hago todo lo
que se puede hacer guardando silencio: leo, dibujo, escribo. Me aburro de nuevo.
No puedo cazar Pokemons, ni wasapear con las compañeras del cole, ni ver videos
en YouTube. Todo eso, aún, no existe ni siquiera en la imaginación de Asimov.
Paso
toda la semana esperando a que venga mi familia a visitarnos: entonces comemos
paella, nos vamos a la playa, nos duchamos y, al caer la tarde, nos vamos mi
abuela, mi prima Mamen y yo al Polideportivo de Islas Menores; mi abuela con su
vestido de alivio de luto, nosotras con nuestros vestidos de tirantes, el pelo
aún mojado, el sol en la cara, dispuestas a imitar a los concursantes de “La
juventud baila”. O a intentarlo: me pongo a bailar un rock and roll y me meto
una piña descomunal haciendo una figurita. Definitivamente, el Señor no me ha llamado
por el camino del baile por parejas. Me tiro sola a descuajeringarme por la Carrà.
La
italiana está triunfando ese verano con “Hay que venir al sur”, ante la cara de
pasmo de mi madre cuando escucha lo de “Para hacer bien el amor hay que venir
al sur / lo importante es que lo hagas con quien quieras tú”. Toma apología del
amor libre y del frungimiento. Me río yo de la canción protesta: la Carrà ha
hecho más por la liberación de la mujer que muchas cantautoras, lo que ocurre
es que proclamar el feminismo embutida en un mono rojo sólo apto para tipazas
está peor visto que hacerlo vestida con un poncho tejido a mano por los indios tabajaras.
Pero a la Carrà le daba igual: la chica morena que triunfó en cuanto sacó a la
superficie a la rubia que llevaba dentro, nos arrebató con sus piernas
larguísimas, su sonrisa Profidén y su movimiento atómico de cabeza. Y lo petó,
y lo siguió petando: el secreto de Raffaella es que cae bien a los niños, a
los abuelos, a los gays, a los heterosexuales, a los viceversa y, sobre todo, a
las mujeres: es la amiga que te alegra la noche y que convierte en fantástica,
fantástica, esta fiesta. Raffaella es capaz de levantar hasta un encuentro de
madres abadesas en Tordesillas.
Pero aquel año de 1978 estuvo
lleno de temazos, rafaeladas aparte: sonaban Boney M y sus “Rivers of Babylon”,
con Bobby Farrell, aquel tipo que se desvencijaba como si le hubiera picado una
tarántula en lo más profundo de su negritud, más tranquilito de lo habitual; Tequila
tocaba su rock and roll en la plaza del pueblo en “Aplauso” (el programa acababa
de empezar de la mano de los José Luises, Uribarri y Fradejas), y Camilo Sesto
se desgañitaba cantando “Vivir así es morir de amor”. Sí: el temazo que masacramos
como fin de fiesta en Nochevieja con las corbatas en la cabeza y los tacones en
las manos, tiene treinta y ocho años. Y tan fresco.
EL VERANO DE LOS TRES PAPAS
Aquella mezcla loca de pop
eurodance, baladas bizarras, canciones en itañolo y rock hispano-argentino constituyó
la banda sonora de 1978, un verano donde Paloma Gómez Borrero trabajó más que
en toda su vida, que se sucedieron tres papas, tres: Pablo VI, Juan Pablo I y
Juan Pablo II. Sólo Jaime Peñafiel curró más que la Borrero ese año: Isabel
Preysler y Julio Iglesias se divorciaron, y Carolina de Mónaco se casó con
Philippe Junot. Si para los católicos lo de los papas fue un terremoto, para
los holísticos no les cuento lo que supuso la ruptura entre el cantante y la
filipina y la boda entre la princesa más guapa del mundo y el playboy que le doblaba
la edad.
Los cartageneros, ajenos a
estos movimientos sistólicos del corazón que se avecinaban, ya habían salido a
la calle pidiendo la provincialidad: el 17 de abril, 10.000 personas se
concentraron en la plaza del Ayuntamiento con banderas de España y de Cartagena.
Hasta los comercios cerraron antes aquel día para que sus trabajadores acudieran
a la manifestación. No sé si también los cerraron en junio para que sus
dependientes pudieran ver los partidos del Mundial de Argentina. España no superó
la primera fase, y el fallo de Cardeñosa pasó a los anales de los grandísimos
desastres de nuestra historia junto con la derrota de la Armada Invencible y la
pérdida de Filipinas. Aquel mundial lo ganaron los anfitriones, claro, que a
Videla se las pusieron como a Fernando VII, entre otras cosas porque Cruyff no
jugó: en su momento se dijo que fue para evitar respaldar con su imagen la
dictadura, aunque veinte años después nos enteraríamos de que el holandés no
acudió porque había sufrido un intento de secuestro: asustadísimo, el
futbolista “antepuso
la seguridad de su familia al fútbol, pasó varios meses con la policía
durmiendo en casa y sus hijos yendo escoltados al colegio”, escribe Manuel Jabois. “A una
Copa del Mundo, si no vas al 200%, no puedes ir”, dijo Cruyff. Y no fue, y
Holanda perdió la final ante Argentina. Y mientras allí el general erigía estadios como churros, en Murcia
seguía sin construirse la grada de preferente de La Condomina. Hasta octubre
tuvieron que esperar muchos pimentoneros para ir a ver al equipo de sus amores.
ADIÓS, ALBACETE, ADIÓS
Pero tras un verano y un
otoño calentitos, aún nos quedaba la traca final: en diciembre se aprobó la
Constitución Española. La teníamos por escrito, la podíamos leer y hasta subrayar;
la columna vertebral de un país concentrada en un librito pequeño de color
crema que estaba en todas las casas. La votamos ilusionados y la recibimos
felices, aunque aquello nos costara despedirnos de nuestros vecinos albaceteños:
la Constitución dividió España en comunidades autónomas, y pasamos a ser una
comunidad uniprovincial; los de Albacete se fueron a Castilla-La Mancha, al
centro, mientras que nosotros nos quedamos en el sur. Ellos ya sólo vienen
cuando quieren hacer bien el amor, o cuando les apetece bañarse en nuestras
playas, en las playas más aburridas del hemisferio norte. Al menos para una
niña de ocho años a la que no dejaban hacer nada a la hora de la siesta. Ahora
daría lo que fuera por aburrirme como antes.
Lo dijo Hillary Clinton en una conferencia ante estudiantes de
derecho: «Lo más importante que tengo que deciros hoy es que el pelo importa, algo que ni mi familia ni
Yale me enseñaron. Prestad atención a vuestro peinado, porque el resto
del mundo lo hará». Eso sí es una lección de vida y no aquella tontuna de
“conectar los puntos” que soltó Steve Jobs en Stanford. François Hollande debió
de sentirse impelido por las palabras de Clinton porque, obediente, le hizo
caso y se dispuso a pagarle a su peluquero casi 10.000 euros al mes por
atusarle el cabello cada mañana y antes de cada comparecencia pública. Total,
pa ná: el resultado es el mismo que si le lamiera la cabeza una vaca loca, que
de donde no hay no se puede sacar. Los complejos físicos de este hombre de
estado producirían hasta ternura si su inseguridad capilar no costara más al
erario público que su propio sueldo.
Hillary sabía de lo que hablaba: pasada aquella época loca en la que
se dejó una melena a lo María Ostiz, la demócrata desembolsa 600 euros por
corte y 600 por hacerse el color. Catalina de Cambridge va a la misma peluquería
a la que iba su suegra Diana de Gales, y paga 1.000 euros por un tratamiento que
dura seis horas. Debe de ser una prueba que le hacen pasar a las futuras reinas
consorte, porque hay que tener tanta paciencia para aguantar seis horas en la
peluquería como para resistir un desfile militar, la apertura del Parlamento o
una cena de Porcelanosa.
La suerte que tienen tanto Hollande como Clinton es que ellos se
conforman con un peluquero: Donald Trump necesita un taxidermista que le
acondicione la rata muerta que lleva en la cabeza, y Anasagasti un aparejador
técnico que le monte esa complejísima estructura capilar en forma de ensaimada que
luce desde hace años. Hasta Boris Johnson, aparentemente despeinado, requiere
de un profesional que le tiña, aunque salga hasta su mismísimo padre a
desmentirlo defendiendo el color natural del cabello de su retoño. Más les
valdría que los peluqueros les peinaran las ideas en lugar de la cabeza. Mejor
nos iría.
En 1993 se produjo el primer debate electoral en televisión,
Carlos Collado dimitió como presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia y
Rocío Jurado y Ortega Cano pasearon su amor recién estrenado por una Cartagena inmersa
en una de las peores crisis de su historia
El verano es un territorio comanche donde todo está
permitido: los calores nos bajan tanto las defensas que transigimos con las
lorzas al aire, los sobacos selváticos, los shorts chumineros y las canciones
del verano. Tan pegajosas como una tarde bochornosa, tan facilonas como la
tabla del uno, las canciones del verano están diseñadas para poder ser recordadas
hasta con el encefalograma aplanado por la canícula: incorporan instrucciones
para no perderse en la coreografía (una mano en la cabeza, un movimiento
sexy, una mano en la cintura) y en sus letras “calor” siempre rima con
“amor”. Porque si el invierno es el tiempo de la soledad, la melancolía y la
lluvia tras la ventana, el verano está hecho para bailar el bimbó, batirse como
haciendo mayonesa y aserejearse. Y, sobre todo, para darle alegría a tu cuerpo,
Macarena.
“La Macarena” saltó a las pistas de baile en 1993 en forma
de rumbita, pero no sería hasta su remix en inglés (“When I dance they
call me Macarena / And the boys they say that I’m buena”, amárrame esos pavos) cuando
se convertiría en la canción española más famosa de la historia. Este
pelotazo es obra y gracia de Antonio Romero y Rafael Ruiz, dos amigos que,
siendo unos chiquillos, se presentaron juntos por primera vez en la Cadena SER
de Sevilla, dando el primer paso para convertirse en los cantantes de moda de
la sociedad andaluza, que no hay nada que le guste más a un pijo que bailar
sevillanas y hacer palmas, en esa atávica querencia tienen los señoritos por el
flamenquito y no por el flamenco. Los del Río fueron desgranando su ¡eje! y su
¡arsa! por el Rocío, la Feria de Sevilla y las salas de fiestas, hasta que las
noches con fino se convirtieron en noches con champán de la mano del Marqués de
Cubas, Fernando Falcó, que se los llevó a Madrid para que animaran las fiestas
señoritingas de la capital mientras él se casaba con Marta Chávarri, se
divorciaba de Marta Chávarri, se casaba con Esther Koplowitz (hermana de Alicia
Koplowitz, mujer de Alberto Cortina, con quien Chávarri le había puesto los
cuernos a Fernando Falcó; ahora les dejo un esquema, no se preocupen), se
divorciaba de Esther Koplowitz y se convertía en tito de Tamara Falcó, un
título más molón que el propio Marquesado de Cubas.
Los del Río, que no eran tan chulos como Camarón (se negó a
actuar en una fiesta privada de los Rolling Stones alegando que esos gachós no
sabían de flamenco y que él ya no actuaba para señoritos), siguieron en su
línea hasta que pegaron el pelotazo con “La Macarena”, y aquello fue el acabose:
todos nos pusimos a bailar haciendo posturitas como si no hubiera un mañana. “La
Macarena”, en principio, es muy de crucero por el Mediterráneo, muy de fiestas
patronales y muy de boda (durante una larguísima temporada, Macarena sustituyó
a Paquito -el chocolatero- como hitazo, y salían el abuelo, la tita con el
andador, el cuñao borrachuzo y los sobrinos pequeños a descuajeringarse con el
macarenismo), pero su éxito radica en que traspasó fronteras y llegó a
convertirse en un tema transversal e intergeneracional, que se dice ahora. La
pera, vamos.
Probablemente, “La Macarena” la bailaron hasta Felipe
González y José María Aznar, que en 1993 protagonizaron el primer debate
televisivo de la historia (si llegamos a saber lo que nos venía veinte años
después en el mundo del debate, nos habríamos arrancado los ojos en ese
momento). Felipe González aún no había pasado por la puerta giratoria, y Aznar
todavía no había descubierto el abdominalismo (una nueva religión que profesó
después de ser presidente y que lo convirtió en un abuelo vigoréxico con
pulseritas en las muñecas), pero allí estaban los dos, aguantando el tipo ante
las cámaras y a pique de que los eclipsaran los amores de copla de Rocío Jurado
y Ortega Cano, que habían comenzado a salir poco antes y que nos hacían salivar
a todos por aquello de la tonadillera y el torero.
La inmarcesible Rocío y el maestro fueron a Cartagena en
abril de ese año a procesionar tras la Virgen de la Caridad. La visita puso un
toque rosa en una Cartagena terriblemente gris, que estaba sufriendo una de las
peores crisis de su historia. Pero José y Rocío, recién enamorados, ajenos a
todo, tenían que pasear su amor por el mundo, que ellos no eran de natural
discretos. Mucho quejío, mucho suspiro, mucho arte: Rocío y José se besaban, se
entregaban, se derretían. Una exhibición pública de amor jamás vista. Mientras,
Carlos Collado dimitía como Presidente de la Comunidad Autónoma, Pérez Reverte (pre
académico y pre tuitero) daba el pregón de la Semana Santa de Cartagena, y en
los bares sonaban Nirvana y Pearl Jam, que estábamos todos con el grunge subido.
Posiblemente haya alguna versión grunge de “La Macarena”
porque, según la SGAE, existen más de 4.700 versiones diferentes (hasta una
cantada por Los del Mar, que hay que tener mucha guasa para fusilar a Los del
Río llamándose así). La original vendió catorce millones de discos, y vimos a
Miley Cyrus, a Justin Bieber, a Zac Efron y a Bill Clinton bailándola (aunque a
Clinton el Insaciable, puesto a elegir una canción española, le hubiera gustado
más “Lo estás haciendo muy bien”, de Semen Up: “Pero cariño no pares / tú sigue
y no hables / y que Dios te lo pague / que lo haces muy bien”), y la oímos
sonando en la final de la Super Bowl, en los Juegos de Atlanta y en la campaña
electoral demócrata.Aquí, en cambio, lo
más moderno que hemos escuchado últimamente en esta campaña electoral
permanente en la que vivimos ha sido Quilapayún cerrando los mítines de Unidos Podemos.
Una juerga, una risa, un jijí y un jajá que pa qué. Y desde aquí te lo digo,
Pablo Iglesias: dale alegría a tu cuerpo, Macareno. Que falta te hace.
Los del Río, o dos lugartenientes de Tony Soprano arreglaos para una boda