lunes, 29 de agosto de 2016

BAILEMOS EL BIMBÓ

De repente, el último verano

En 1975 Franco agonizaba mientras Uri Geller doblaba cucharas con la mente y Georgie Dann causaba sensación


Verano del 75. Aún no he cumplido los cinco años, me gusta comer gambas y mojar miga de pan en la Coca-Cola, no me acuesto hasta que no sale la carta de ajuste, duermo en la habitación con mi abuela, tengo una Lesly a la que le he masacrado el pelo y pintarrajeado la cara con un rotulador, mi hermano me ha destronado como reina de la casa y escucho “Bailemos el Bimbó” sin saber que, cuarenta y un años después, voy a acabar escribiendo sobre ese tema. Porque “Bailemos el Bimbó” es mi primera canción del verano. También es mi primer odio declarado: de niña, no me gustaba. Y de señora mayor, tampoco. Ni siquiera me gusta Georgie Dann, un maestro de escuela francés que, un aciago día, descubrió que el Señor lo había bendecido con el don de escribir, interpretar y coreografiar canciones tan pegadizas como un moco verde. Y nació San Georgie de la Horterada de Todos los Veranos, al que se le rinde culto con oraciones tales como “La barbacoa, la barbacoa / Cómo me gusta la barbecú”; plegarias del tipo “Hoy la negrita nos contó lo que sucede / El negro no puede, el negro no puede” y jaculatorias llenas de sutiles parábolas que siempre nos transmiten una enseñanza: “El Chiringuito, el chiringuito / El Chiringuito, el chiringuito / Las chicas en verano / No guisan ni cocinan / Se ponen como locas / Si prueban mi sardina”. Amén.

“Bailemos el Bimbó” es, originalmente, una canción de Gigliola Cinquetti. Cuando Georgie Dann grabó este tema en el 75, el director de la CBS le preguntó si tenía baile, y Dann se puso a improvisar una coreografía esa misma noche y se le ocurrió lo de cadera con cadera, una cosa que podían bailar los niños, los arrítmicos y hasta Clarita la de Heidi después de dejar la silla de ruedas (verás qué fácil es bailar bimbó). Aquel hombre de sonrisa congelada y de pelucón a lo Evo Morales, hecho de táctel y de poliéster y prototipo de la antilujuria (la única persona que lo encuentra atractivo es mi amiga C., pero es que C. siempre ha sido muy rara para sus cosas), se convirtió para siempre en la piedra angular del verano español. Porque Georgie Dann es eterno. Y, en un mundo tan cambiante, que Dann permanezca inalterable es lo único que aporta un poco de estabilidad a nuestras vidas movedizas.

Otro de pelazo negro zaíno que triunfó aquel año fue Uri Geller: apareció en “Directísimo” ante veinte millones de personas mirando a España a los ojos, con una mirada más laxante que la de Pantoja (que te mira y te cagas, vamos) y convenciendo al respetable de que podía doblar cucharas y poner en marcha relojes. Y España así lo creyó: a la mañana siguiente los periódicos se inundaban de cartas donde el público contaba que había vuelto a andar el reloj del abuelo. A Geller incluso lo llegó a contratar Al Gore para que, en una reunión sobre desnuclearización, mirara a los ojos al jefe de la representación soviética y comprobara si estaba diciendo la verdad. Curiosamente, el peluquín de Íñigo, la mayor mentira de la televisión española de todos los tiempos, no lo vio.

Pero ni Uri Geller, ni los coletazos de la crisis del petróleo, ni el genocidio camboyano de Pol Pot, ni el fin de la guerra de Vietnam, ni el estado de salud de Franco preocupaban tanto al pueblo español como el tema de la mandanga, a tenor de los títulos de las películas de aquel año: “No quiero perder la honra”, “La trastienda”, “Sensualidad”, “Cuando el cuerno suena”, “El poder del deseo”, “Juego de amor prohibido”, “Yo soy fulana de tal” o “Zorrita Martínez” son buena muestra de las finísimas metáforas con las que el cine español llevaba público a las salas, y prueba palpable de que la única verdaderamente preocupada por la Transición era Victoria Prego.

Y si en el cine triunfaba la comedia erótico-festiva, en el teatro Camilo Sesto reventaba la taquilla con “Jesucristo Superstar” (cuarenta años después se nos siguen poniendo los pelos como escarpias al escuchar “Getsemaní”, que Camilo será excesivo, histriónico, muerto viviente y figura del Museo de Cera de Madrid, pero cantaba como Dios –o como su hijo Jesucristo, por lo menos-), y en las listas de éxitos triunfaban Sergio y Estíbaliz, Cecilia y Desmadre 75, unos tipos que le decían a otro que sacara el güisqui yendo ataviados con pijama de rayas, maleta y sombrero de copa. Y es que en 1975 las puestas en escena de Televisión Española dejaban en bragas las performances de Marina Abramovic, constituyendo un estado ilusorio de realidad que sacaba por un rato a los españoles del clima de tensión y violencia que se vivía aquel verano: con Franco con un pie tromboflebítico en la tumba, ETA matando sin piedad, el GRAPO cometiendo su primer atentado y la ultraderecha creando caos y confusión, los mayores tenían el corazón en un puño. A mí, en cambio, lo único que me tenía preocupada era poder ver “Los payasos de la tele”, que una ha sido siempre muy fan de la familia Aragón y del señor Chinarro, aquel pobre hombre al que le hacían la puñeta episodio tras episodio (tengo una foto junto a él y, cuando lo cuento, los modernos siempre me preguntan si soy fan de Antonio Luque). “Los payasos de la tele” actuaron en Cartagena en julio en la plaza de toros, a 150 pesetas los adultos y 100 los niños, y los padres llevaban a sus hijos a verlos montados en un Seat 131. A mí no me llevaron, ni en coche ni a pie, así que seguí pegada a la tele hasta que acabó el verano, riéndome con los payasos y llorando con “Heidi” y “La casa de la pradera”, escuchando a Gloria Fuertes, alucinando con la lisura del pelo de María Luisa Seco y fascinada con los movimientos de batuta del maestro Enrique García Asensio.

Y llegó noviembre, y ya saben lo que pasó (nos lo ha contado mil veces Victoria Prego, que para eso era la única que estaba atenta). Ahora llegará de nuevo el invierno de nuestro descontento, y posiblemente lo único que pueda sacarnos de esta espiral idiota de pactos, abstenciones e investiduras en la que estamos metidos sea una canción de Georgie Dann. El 25 de diciembre, en lugar de cantar villancicos, nos marcaremos un bimbó y nos pondremos automáticamente en modo chiringuito, y esa será la única manera de sobrevivir a unas terceras elecciones. Porque Georgie, todos somos contingentes, pero tú eres necesario.




1 comentario:

Víctor.- dijo...

Que lo explica usted todo, me he encantado.